Nos cuenta Encarnación Aguilar Serna, propietaria de la cueva, que hay que remontarnos a su bisabuelo para encontrar al primer vinatero de la familia. No recuerda el nombre, pero sí que era conocido como el abuelo Pérez y que fue el artífice de una bonita historia. Compró tres casas para sus hijos y tras mucho esfuerzo y sacrificio las fue pagando “con reales” y construyó una cueva en cada una de ellas porque en las tres hacían vino. El abuelo Pérez puede estar orgulloso del empeño de su bisnieta y su marido Luis por restaurar y adecentar una cueva que es un ejemplo de buena conservación. Ellos la enseñan con orgullo a todos los visitantes que se acercan.

La misma rejilla que tapa la entrada a la cueva nos indica que todos los detalles se han cuidado al máximo en esta honda construcción que alcanza los diez metros de altura y alberga diez tinajas de quinientas arrobas de capacidad cada una. Las paredes, tal y como las dejaron los picadores, están encaladas y no presentan ningún desprendimiento. Los propietarios han colocado varios puntos de luz blanca que permiten ver todos los detalles de la cueva que se construyó en los años cuarenta. En ella se elaboró vino hasta finales de los setenta. Las tinajas, separados por unos rabos estriados, fueron construidas por José María Díaz Benito.

Estamos en una zona de mucha tosca y los picadores no lo debieron tener nada fácil porque las capas de tosca, es decir, de lo duro, aparecen en varias ocasiones. Vamos viendo el pocillo, el pozo del orujo, la lumbrera con desgarre trapezoidal que desemboca en el patio de la casa. Nos llama la atención el impecable balaustre, pintado en verde y blanco, de forma octogonal.